Cuando se tiene la osadía de querer estudiar y escribir un guion, en particular uno para cine, los que tienen más experiencia en el oficio suelen advertir que servimos ante todo a la audiencia, y luego a quien haga dirección junto al equipo que usará este documento como herramienta para el trabajo posterior. Sumado a todo lo antes dicho, estas voces de la experiencia recomiendan que nos despojemos de esas ansias literarias con las que muchos y muchas llegamos, por la inexperiencia, por no saber qué es realmente un guion, ni menos los requisitos técnicos mínimos que posee.
Y no están equivocados, pero, ¿y la expresión artística del guionista? ¿Existe acaso?
Me aventuraría a pensar que todo guionista parte con la imagen del escritor sumido en sus pensamientos, con un cigarro, un café y una libreta. En lo personal esa imagen me seducía demasiado para asumir que el guion es solo una herramienta de trabajo más, algo árido, desprovisto del romanticismo, de la emoción, y yo, supuesto escritor atormentado, terminar siendo un ejecutivo de la descripción utilitarista, coaccionando mi prosa para no ensuciar ni distraer de lo esencial al resto del equipo. Como un economista de la palabra en perpetua crisis.
Pero al ser un oficio, una cosa es lo que se lee, lo que te dicen, y otra muy distinta es lo que emerge al ponerlo en práctica una y otra y otra vez. Es así como el tiempo me fue dando las respuestas. El guion, sin dejar de ser una herramienta de trabajo, es también el medio para la expresión artística. Son dos caras de una misma moneda.

El guion literario es el resultado final que eclosiona luego de un profundo y largo trabajo, reflexión e investigación, que transforma una hoja en blanco en decenas y hasta miles de hojas con ideas sueltas, con escenas nacidas de las profundidades de un baño en el servicentro, de conexiones de conceptos escritas mientras descansas bajo un árbol, de mapas estructurales expresadas en tarjetas desplegadas en la pared de tu oficina como si fueras el peor de los conspiranoicos. Todo esto culmina en un documento que normalmente oscila de entre 90 a 120 páginas. En su interior yace una historia escrita en palabras con un inicio, un desarrollo y un cierre que crean imágenes mentales… y si está bien escrita, emociones. Pero es además un listado de imágenes que luego se deberán hacer realidad, incluso, sin necesidad de seguir esta guía al pié de la letra.
O sea, aún cuando un guion terminado es una obra en sí misma, es a la vez una pieza más de una obra mayor aún incompleta. Una paradoja con todas sus letras.
Para culminar esta reflexión, comparto que surge de un discurso que Quentin Tarantino da en los premios Final Draft de este año, en el cual establece la diferencia que le provocó un guion perfectamente escrito desde el punto de vista técnico, árido, con descripciones sin alma, pero una excelente herramienta de trabajo, con otro guion que le removió las entrañas, que se rió, que sintió, y eso es porque, en sus palabras, “no eran solo descripciones, sino que era prosa”. Eso, creo, es el justo equilibrio al que todo guionista debe aspirar.
Si pudiera aconsejar yo ahora, no abandones las pasiones literarias, solo busca moldearlas al formato. No pierdas tu sensibilidad ni tu voz como escritor/a, y que a través de una prosa inteligente y precisa se deslice la emoción y la pasión, que tú, que yo, que nosotros tenemos a la hora de poner en práctica este maravilloso oficio.


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